viernes, 16 de marzo de 2012

Apuntes sobre el liberalismo "débil"

Toda forma de excesivo optimismo respecto de un arreglo político determinado resulta irracional. Esta es una afirmación provocadora que necesitará ser argumentada en lo sucesivo, pero la idea de fondo es que la racionalidad publica se suele mover por una suerte de justo medio (que en el ámbito judicial Holmes llamo “Campo minado”) entre el laissez faire y el socialismo de la socialdemocracia. Pero en ese espacio cabe preguntarse si en ese arreglo no hemos llegado a un estado de inmovilidad, es decir, ¿una vez aceptado que ni la ausencia absoluta de regulación ni la intromisión estatal en todas las actividades del estado, son deseables, no hemos – oh paradoja – construido una nueva ortodoxia política, la del justo medio?

La respuesta debe ser abordada con sumo cuidado porque de aceptarse el dogma deliberativo como, valga la redundancia, un dogma; la crítica revolucionaria o fanática recobraría un romanticismo por el que vale la pena luchar. Es decir, si el liberalismo débil de los consensos y los derechos se ha asentado en el pensamiento político occidental cabe suponer que lo ha hecho a costa de hacerse un pensamiento por antonomasia conservador (de derechas como le gustaría decir a alguno).
Si Fukuyama tiene razón y el advenimiento del liberalismo de la ortodoxia occidental supone el fin de la historia de las ideologías, cabe la posibilidad de abrir un nuevo camino revolucionario por fuera de las ideologías (¿destruir el lenguaje?) como una forma de renovar la frescura del pensamiento provocador.
Pero la pregunta de fondo es ¿Es realmente así?, es decir, el liberalismo de la deliberación y de la tolerancia es la regla y por ende, es necesario un adversario ideológico para destruirlo y superar la etapa de la tolerancia.

Sostendremos firmemente que esa conclusión es errada porque asume al espacio público de discusión como ideología, cuando en sentido estricto, la trasciende y es presupuesto de su existencia. Todo debate es posible en sí mismo solo mediante la existencia de un horizonte de crítica y examen. Pero este es un liberalismo débil dirían algunos, ¿de qué sirve tolerar a quien piensa que es necesaria una redistribución total de las rentas a nivel global para construir una sociedad más justa? ¡Si jamás le haremos caso! No pasara de afiebrar las mentes de sus jóvenes pupilos en alguna de esas clínicas de sensaciones intelectuales en que se han convertido las universidades occidentales.

Esa es una conclusión apresurada que supone, seguiré a John Elster en todo momento, la misma forma de irracionalidad publica que es el caballo de batalla de los críticos del liberalismo. Frente a ello no proponemos un liberalismo omnicomprensivo y magnificente sino uno constantemente reexaminado con un núcleo deliberativo y de derechos muy fuerte, pero con contornos de discusión difusos, etéreos.

Los críticos de la revolución simple (así llamare a cualquier forma de pensamiento que propone un cambio radical, por encima de la “vil” lógica de la pugna mercado-justicia) subestiman el poder reestructurador de la deliberación de un espacio público planteado en términos ideales (discusión real, favorecida por la presencia de medios de comunicación que equilibran el juego político, y estructuras solidas en la sociedad civil ). Ellos llaman “reformistas” a quienes tienen esta forma de pensamiento, olvidando las posibilidades constructoras del debate liberal. Al fin de cuentas, Rawls y su sequito han reestructurado la agenda política desde la aparición de la “Teoría de la justicia”; y cabría suponer que obras semejantes reconduzcan la perspectiva de análisis en las democracias durante las próximas décadas. Y esa no es ninguna forma de excesivo optimismo (irracionalidad pública) sino la simple formulación de una idea de sentido común.

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